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Corruscos

En plena crisis globalizada y en un momento de plenitud de seriedad política en Europa, Javier Edina (1981—¿?), cruzó el mundo dejando apenas impronta alguna, de originalidad ni de ordinariez. Hijo de un agnóstico que incurrió en la orfebrería y de una mujer formada en el piadoso new age, desde muy temprano  desconoció a la perfección las lenguas clásicas y no pocas de las modernas. Su célebre amor por la actriz de origen australiano Cate Blanchett y una enfermedad extraña y atroz que lo acosó durante los últimos años de su vida pública son datos que sus biógrafos jamás olvidan mencionar. Desapareció sin dejar rastro tras haber anunciado con solemnidad en ciertos círculos que “Bajo a comprar tabaco. Es solo un momento”. De su irregular obra biográfica “Corruscos”, nos han llegado solo fragmentos de los que en esta esmerada edición se recogen los pertenecientes a los tres primeros capítulos.

 

Capítulo I

1. “El que escribió ¡oh Socio! el elogio de Alcibíades, vencedor en Olimpia corriendo con los caballos, fuese Eurípides, como generalmente se cree, o fuese cualquier otro, dice que al hombre, para ser feliz, le ha de caber en suerte haber nacido en una ciudad ilustre; pero yo creo que para la verdadera felicidad, que principalmente consiste en las costumbres y en el propósito del ánimo, nada da ni quita haber nacido en una patria oscura e ignorada, o de una madre fea y pequeña. Porque sería cosa ridícula que hubiera quien pensase que Júlide, parte muy pequeña de una isla no grande como la de Ceo, y que Egina, de la que dijo un ateniense que debía quitarse como una legaña del Pireo, habían de haber llevado excelentes actores y poetas, y no habían de poder producir un hombre justo que se bastase a sí mismo, [...] de donde se sigue que si nosotros dejamos de pensar y conducirnos como corresponde, esto deberá justamente atribuirse, no a la pequeñez de la patria, sino a nosotros mismos. A no ser que se haya nacido en España, región en la que a los jóvenes, no habiendo apenas sido iniciados en los misterios de Eleusis, se les asigna una pandereta de por vida, para su cuidado, la cual están obligados a zarandear en cualquier ocasión pública, lo que hace del diálogo un estruendo”.

22. “[...] me pasé la noche entera sin dormir, tan excitado estaba. Al día siguiente fuimos efectivamente a la sesión de verano, en el patio del colegio. Allí había instalada una pantalla y sillas metálicas. Me acomodé junto a mi padre y comenzó la proyección de mi primera película, E.T. el extraterrestre. Volví a casa llorando como un ruso borracho. Mi madre, asustada me preguntó qué había sucedido y yo le contesté que la película me había gustado mucho”.

24. “[...] Cuando lo supo mi abuelo tomó la determinación [...] Era imparable por su carácter castellano viejo. Todos los sábados acudiríamos al colegio a las sesiones públicas de cine […] Arqueólogo, espía, piloto de caza espacial y de nuevo arqueólogo fueron mis consecuentes proyectos futuros”.

26. “Tenía una gorra azul de marinero y al entrar en la casa yo corría hacia él y, por esas cosas de la infancia, le decía ¡dame un papel!, y el me daba un caramelo de menta para la tos, de los que siempre llevaba consigo.”

37. “[...] y como este hermano de mi abuelo tenía prisa por volverse a las misiones del Brasil, donde residía desde hacía casi dos décadas y de las que volvía de tanto en tanto con una sonrisa en la cara que a mí nunca me pareció beatífica, nada más verme, me alzó en sus brazos exclamando “¡Un niño! ¡Normal!”, luego de lo cual nos metió en un coche que al parecer le habían prestado en su club y nos llevó al monasterio del Escorial, donde con su influencia pasamos la tarde en la piscina de la que disponían los monjes en un pequeño claustro embellecido con cipreses”.

44. “[...] todo aquello me recordaba los tranquilísimos paseos por despoblados en las vacaciones de verano, cuando recorriendo con mis padres los bosques de Asturias, dábamos con pequeñas ermitas dentro de las cuales el sosiego de aquellos días ocupaba el lugar del culto en una atmósfera sólida y tibia como leche recién ordeñada”.

49. “ […] ¿Otra vez carbón? ¡Chispas!”

 

Capítulo II

54. “[...] Me refiero a que hay un antes y un después. Por aquellas fechas la prosperidad en la casa de mis padres había cesado. El taller de imprenta intentaba sobrevivir reconvertido en fotocopistería. La idea fue de otro. El entonces novio de la hermana de mi madre la impuso con su capital y mis padres pasaron de propietarios a asalariados. “La cultura se distribuirá, aunque sea la de otros. Los estudiantes siempre necesitan fotocopias”, me dijo mi amigo Carlos para darme consuelo. No se lo reproché; de aquellas estudiaba Dirección y gestión de empresas. Además, no había otra solución, era eso o la ruina de mis padres, y por mucho que me molestara yo había comenzado a ver con claridad que la armonía en el universo constituía una excepción a la regla general de la bancarrota. Después de todo, ¿cuánto duró el sátiro e ingenioso mundo de los griegos? Y antes y después, ¿hubo otra cosa que imperios? ¿Cuánto podía durar los locos años veinte, el agradable baño de burbujas en espaÑa?”

70. “[...] desde mi nube opiácea viajé, como un Goku cualquiera, en pos de las bolas del dragón”.

73. “[...] sí, no cabía duda de que algo flotaba en los pasillos (de la facultad), pesado y rancio como una lepra […], y debí contagiarme sin darme cuenta porque me teñí de negro y entraba al metro con un ejemplar del Zaratustra, como mi abuela lo hacía en el super con el viejo carrito de la compra, […], yo no cometí la torpeza de escuchar a The Cure, en su lugar me fumaba un porro y, en albornoz, daba saltos de chamán frente al espejo, con los Doors a todo volumen.”

77. “[...] el amor, vaya huevazos que tiene este, pensaba yo. Aunque era cierto, ella tenía un ojo más alto que el otro. Pero lejos de ser un defecto constituía su perfección, o así me lo pareció. Ella era punky y yo un existencialista lacaniano, ¿cómo hacerlo entonces? […], Daba igual, todo; había que probar.”

79. “[...] una noche, tras un bonito paseo, en los jardines del campus, sentados a la luna: Yo: “Con esta luz los árboles y los setos, los edificios, parecen los bultos del frigorífico y la encimera y del lavavajillas en una cocina a oscuras, ¿no crees?”; Ella: “No”; Yo: “(ejem) Pretendía transmitir la angustia de la cosificación, la sensación del devenir de la naturaleza en objeto inanimado”; Ella: “Entonces compárala con una tarde en el museo.”

81. “[...] mientras tanto Eneas había partido ya con sus naves, igual que si no hubiera un antes y un después.”

83. “[..] Carlos me quería consolar aunque a estas alturas pareciese imposible que ella se acostara conmigo, diciendo que los milagros sí existían. Lo demostró refiriendo el episodio de un documental de la televisión, en el que, y esto es un testimonio real, durante la segunda guerra mundial, un día de Junio de 1943, los zeros japoneses hicieron blanco en el Corsair en que volaba el Capitán de Infantería de Marina Jim Percy, quien con una sangre fría impresionante, ladeó su avión sobre un ala hasta quedar boca abajo mientras el aparato caía atravesando el cielo envuelto en llamas o en humo o tal vez en ambas, y entonces tiró de la cuerda que accionaba el mecanismo del paracaídas pero este no funcionó, así que el capitán se puso en firme y se mantuvo en esa misma posición mientras caía con una velocidad de vértigo desde seiscientos metros de altura hasta el mar Pacífico. No pasó nada. Cayó al agua, de pie, sin más percance que una cadera fracturada. El capitán había inflado el chaleco salvavidas y un médico le dijo que si no lo hubiera hecho, era posible que hasta hubiese escapado sin la fractura de cadera, ¿no te parece un milagro?, desde luego, dije yo mientras fumaba un purito que me había ofrecido, sin gustarme lo más mínimo.”

 

Capítulo III

92. “[...] seguía en mis trece. Que hubiera un antes y un después me arrasaba. Significaba que todo moría. Lo que yo no tenía nada claro era si ese ciclo de destrucción se sucedía con disciplinada constancia o si antes y después eran dos fórmulas, fijas por tanto, articuladas mediante una bisagra [...] en qué lugar de los tres me encontraba ni tampoco podía reconstruir la cadena, pues no sabía cuál era el original y cuál la copia.”

97. “Al principio el catedrático fue muy amable. Yo estaba deslumbrado por su nombre, su capacidad de trabajo, sus relaciones con Brines e incluso Gil de Biedma, a quien tachó de cínico en al menos tres cenas, y me sorprendía que, según sus palabras, yo lo hubiera impresionado con aquella tonta referencia a Thomas Mann. Su nidito de soltero, así lo llamaba, era una auténtica biblioteca; resultaba difícil moverse por él, no ya solo por la escasez de espacio provocada por los rimeros de libros y sillas y sillones, dispersos por todo el inmueble como si cualquier sitio fuera uno bueno para ponerse a leer, sino por su decoración decadentista, alfombras y tapetes, máscaras africanas, animales disecados, globos terráqueos de diferentes épocas, cuchillos persas, incensarios tibetanos. Había una enorme shisha verde sobre una pequeña mesa de loza junto a la que descansaba la bandejita de plata con dos vasos tallados en los que tomábamos la vodka, como le gustaba decir, y hablábamos, yo de mi asqueo general mientras él me recomendaba Tonio Kröger, yo de liarme a puñetazos con alguien y él del silencio, la astucia y el exilio, yo del antes y el después y él de la amistad griega, yo de correr fuera de aquí y él de que le comprara cocaína, yo de ella, él de mí. Me metió mano una noche  excesiva de ginebra. Nunca nos volvimos a ver. A veces le echo de menos.”

102. “Ella estaba ahora con aquel tonto; lo escuché atravesando un viñedo, […] ya nada era real, o yo no lograba notar la diferencia, así que me pareció que podía usar un formalismo viejo: desaparecería, como Eneas, hacia mi estirpe, no para encontrarla sino para fundarla.

103. “[...] la idea era de otro, pero si todo son copias pensé que siempre cabe intentarlo porque es como volver a empezar. Este solecismo epistemológico me confortó.”

120. “¿Pingüinos?”

141. “La idea volvió a ser de otro. Carlos propuso como evidente la fiesta de despedida. Afirmó que el viejo taller de mis padres era perfecto, un almacén solitario, a salvo de miradas indiscretas y repleto de maquinaria que se oxidaría. Tiene un toque postapocalíptico, lo dijo así, cosa que me sorprendió porque a esas alturas él había abandonado la carrera de marketing para hacer las pruebas a policía nacional, […] si quería poder desde luego que se estaba conformando cada vez con menos, de banquero a secuaz, quiero decir que uno no se cambia la dentadura para ponerse una nueva más fea, pero su intención aún tenía algo de honestidad. Me fumé un purito con él para celebrarlo, aunque seguían sin gustarme.”

150. “[...] ¡tengo puritos!, anunció con solemnidad, y los repartió entre todos los que estábamos. Algunos ni siquiera eran mis amigos pero fumaron igualmente, como yo mismo, […], whisky, la vodka, ginebra, vino, cerveza, más whisky, tequila, granadina, […], ¿pero qué hacía ella allí? Ahora vestía con minifalda y zapatos de tacón en vez de sus botas militares; y también llevaba pendientes a imitación de las perlas. Estaba muy cambiada. Se había puesto tetas. […] todo cambia, me decía, ahora voy a cenar a restaurantes y tengo estas dos, absolutamente nuevas. Soy más feliz ahora que antes. Yo miraba a Carlos mientras tanto, quien estaba muerto de la risa. Me dio palmaditas en el hombro para quitarle importancia al asunto. Fue entonces cuando se desató el caos. Alguien subió el volumen de los altavoces, Nirvana. La bebida se acababa pero aún había droga, […] me convencieron también porque en secreto yo quería verlo, […] con la camiseta subida hasta los hombros pulsó el interruptor. La máquina funcionó y pronto todos tuvimos una fotocopia de sus tetas relucientes con las que hacíamos aviones de papel que nos lanzábamos entre carcajadas”.

154. “[...] el tipo me dibujó un mapa con la ruta en coche a Creta detrás de una de las fotocopias. Fue el colmo. Borracho, colocado y falsificado, salí a la calle dando tumbos. No había estrellas en el cielo porque no hay cielo”.

155. “Alguien me detuvo cogiéndome del brazo. Sin girarme, yo sabía quién era. Lo sabía”.

159. “[...] no sabía que hubiese misas nocturnas, y en aquel frío y en aquella oscuridad. Mis ojos tardaron un rato en acostumbrarse, luego vieron frescos y bancos de madera, en ellos algunas personas se arrodillaban con los ojos cerrados y las manos recogidas en el pecho. Desde el fondo, como desde un rincón, salía una voz apagada. Era el padre que oficiaba en latín, una lengua muerta. Todos estaban inmóviles, como la más completa de las eternidades. ¿Cuánto tiempo llevaba así esa gente? Salí, me fumé un cigarrillo y volví a entrar. Nada había cambiado. Por lo que a mí me parecía, podían estar allí desde el comienzo del universo. En silencio. En una lengua muerta, es decir, en silencio. ¿Cabía preguntarse algo? […] y me imaginé como al Capitán de Infantería de Marina Jim Percy surcando el cielo en su poderoso artefacto volador, en el fragor de una batalla aérea, imaginé mi consciencia como un avión en llamas cayendo al mar. ¿Era un símbolo, la figura del final de una era? ¿Me había vuelto apocalíptico? ¿O tal vez tenía fiebre? Me fui a la cama temblando. A la mañana siguiente continué con la traducción, como ajeno a mí mismo, como el operario de una cadena de montaje, ensamblando las palabras una tras otra sin ver más allá de la cinta transportadora. A las seis de la tarde del domingo todo había acabado.”

168. “[...] Italia era un buen destino.”

181. “Pingüinos. ¿Dónde lo había puesto? […] ¡Un paraguas rojo! ¡Pingüinos!”

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