Historia de R
La noche que decidí que ya nunca sería nada en la vida, escribí un cuento. Lo escribí en la cocina de mi amigo Carlos porque aquella misma mañana yo me había despedido de mi trabajo y de mi casero y él me ofreció el sofá que había en su salón. Carlos es sanguíneo, épico y voluntarioso hasta la extenuación. El tipo de persona que consigue lo que se propone, o al menos, algo —que a toro pasado acaba por considerar parecido a su objetivo inicial. Desde luego lo vende así a los demás; y por ello la gente podría pensar que también es arrogante, pero en realidad es solo que se mueve en la tensión constante entre la satisfacción y la insatisfacción, entre el deseo y el logro, el éxito y el fracaso. Su inteligencia es demoníaca en este sentido, y a mí me mira como si yo fuese marciano, especialmente desde que, y tras preguntarme qué había pasado, le comenté mi decisión tal cual, es decir, sin excusas. Pero me estima y por eso me dejó el sofá. Se habría sentido demasiado culpable si yo hubiera acabado durmiendo en la calle. Por eso también estuvo enfadado conmigo los cinco días que estuve apalancado en su piso. Por supuesto yo no sabía qué hacer con su estimación ni su cabreo. Para mí, el marciano siempre ha sido él.
Es el rollo de siempre, la misma pregunta que vengo oyendo toda la vida. ¿Por qué todos se empeñan en pretender que esté enfadado con el mundo o que tenga miedo de él? El tema, por supuesto, excede con mucho mis habilidades. No tengo respuesta, así de sencillo. Si acaso solo podría defenderme de ese ataque con otra pregunta: ¿para qué iba yo a tener ese miedo?, ¿para qué ese enfado? Y la respuesta, en todo caso, solo me afectaría a mí.
Incidente 1
La vecina de enfrente es pelirroja y tiene los ojos azules y es, además, alta y delgada. Al inclinarse por la ventana del patio con medio cuerpo fuera para tender la ropa, R tiene la vívida sensación de que es elástica como el Dr. Fantástico, de que sus brazos llegarán hasta la ventana de la cocina. Entonces imagina que llama al cristal y que él abre la ventana y que ella, apoyándose en el alfeizar, acerca su rostro y, con una sonrisa, le habla. No consige sin embargo imaginar qué le dice y piensa que Es obvio que el patio interior excede también todas mis capacidades. En esos momentos acuerdo conmigo mismo pensar que mi imaginación es solo una máquina fotocopiadora; ni si quiera me lleva a la tristeza sino a una copia en negro y gris, una imagen impresa en papel reciclado, un paisaje ilocalizable. Algo así es, por supuesto, inútil y no conduce a nada. ¿Para qué ese paisaje? Seguramente no importe. Una pérdida de tiempo; y esto es lo mejor.
* * *
Estas imaginaciones lo asaltan a menudo. Siempre lo hicieron en realidad pero últimamente su frecuencia casi ha conseguido desplazar al aburrimiento diario. No ha llegado a dominar este truco de mágia pero se entrega a él con fruición. Recuerda muy bien la primera vez que se dejó llevar conscientemente por este impulso, la tarde que Giorgia lo abandonó por aquel fotografo veinte años mayor que ella.
Lo había conocido en una fiesta organizada por El Cultural, donde ella escribía reseñas. R siempre pensó que Giorgia acabaría siendo escritora pero luego encontró aquel trabajo, artículos esporádicos al principio que apenas daban dinero y que a ella le ponían muy contenta. La pasta no les importaba mucho, apenas tenían cuatro muebles de Ikea. Pero Giorgia es encantadora y bien educada, supo relacionarse. Comenzaron a encargarle más reseñas y ella cambió de vestuario, las camisetas por camisas y las zapatillas por zapatos de tacón, las sudaderas por blazers de Zara. A R le daba un poco de vergüenza que ella se presentase con un Hola, trabajo para El Cultural, pero sus ojos, que siempre fueron preciosos, ahora también eran un poco más alegres y él se sentía feliz por ello. Estuvo allí en todo momento para apoyarla, para ver suceder aquello de lo que tantas veces oyó hablar. Sí, sobre todo para oírlo. “Paso de la política, es una mentira, derecha e izquierda dan igual. Lo importante es qué podemos hacer nosotros. En realidad tenemos mucho poder como consumidores”, es la típica primera gilipollez que se suelta cuando uno comienza a escorar hacia la derecha. ¿Fue por aquel ambiente progresista de soliloquios y conversaciones privadas entre colegas de profesión en las que el interlocutor no existe? “Hay que transformarse, moverse, seguir a delante, comprometerse”. Vale. Dos meses después R vio en Instagram las fotos que ella subió de su nuevo piso en Arturo Soria, el del fotógrafo. Techos altos, molduras, alfombras, muebles vintage de madera o en blanco. Algún violeta y rojo de tanto en tanto para dar a entender que se es un poco alegre y alocado. Había titulado su último artículo Libros para fortalecer tu relación. “Hay que saber comprometerse”; y mientras ella le dijo esto, R fue asaltado por las sombras de las nubes en la cornisa que se veía desde la ventana. Sin asomo de duda, le parecieron submarinos, allí en lo alto, submarinos de otro tipo, subcelestes quizá, mecanismos que bogaban por las profundidades del cielo entre ángeles que eran medusas dotadas de zarcillos luminiscentes.
Aquel día Carlos se fue. Tenía negocios pendientes. Un viaje —como digo, es alguien ocupado en ocuparse. Que volvería tres días después, que por supuesto podía quedarme. Me dejó las llaves y me dijo que regara la planta; solo hay una en todo el piso, en el cuarto de baño, un culantrillo. Bien.
No puedo decir que me encontrara a disgusto. Al contrario. Tres días en soledad se me antojaron tres oasis como tres soles. Regaría la planta. Eso no me molestaba lo más mínimo. Olvidé la televisión y el ordenador. Juro que tiré mi teléfono por la ventana. Ni si quiera encendí la luz. Atónito, me quedaba muy quieto en mi silla y dejaba avanzar la oscuridad desde las ventanas hasta que los muebles desaparecían y la calle en la ventana y las paredes al final. En esos instantes me pareíca estar en un páramo, tan lejos de cualquier sitio que la sola idea de preparar una mochila resultaba irrisoria porque, sencillamente, nunca podría haber un viaje. Aquella sensación era tan refrescante como masticar un chicle sabor clorofila. Por último acababa por querer tumbarme y aquel deseo se transmitía directamente a mis músculos y se unía a ellos. Era voluntad y yo estaba lleno, resplandecía. Y ciertamente me despatarraba, sí, como un indigente entraría en posesión de su reino, no tumbándose sobre él para aplastarlo sino a un lado, para definirlo.
Incidente 2
R estaba en la oficina cuando recibió la llamada de Adriana1. Eran las seis de la tarde pero ya estaba anocheciendo y él estaba en una especie de reunión; especie porque en su opinión solo era una pérdida de tiempo. El teléfono vibró tres veces consecutivas con el nombre en la pantalla y a R le pareció extraño esa insistencia, pero Mario el Hijo de puta, es decir, el jefe, le había lanzado otras tantas miradas recriminatorias cada vez. Por fin con la cuarta llamada se disculpó y salió de la sala. A Adriana le costaba hablar, por el llanto. R lo identificó de inmediato, no era solo dolor, también pedía auxilio. La abuela acababa de morir. Fue como si un camión lo embistiese por la espalda. No se lo esperaba y su cerebro se quedó en blanco al partirse en dos con la más absoluta, intensa y neutra de las sorpresas. Su cara debía ir a juego porque al entrar de nuevo en la sala se hizo el silencio. Mario el Hijo de puta lo rompió para preguntarle si podían continuar. R. no reaccionó. ¿Continuar el qué? Un rato después, Elisa, una de sus compañeras, le preguntó si iba todo bien y R, dirijiéndose a su jefe dijo que su abuela acababa de fallecer, que su prima estaba sola en el hospital y que tenía que irse. Mario le preguntó entonces que para qué iba ir hasta allí si no la podía resucitar. Literal y verdadero.
R cree que es porque no sabe disimular. Ve a la gente a su alrededor trabajando a destajo, por los hijos, por la familia, por los sueños, por las aspiraciones. Usan el sustantivo sacrificio, los ha escuchado. A veces el verbo, al que le añaden delante un hay que. Y tiene la impresión de que parece resultarles sencillo, al menos en la medida en que hablan de ello delante de los otros. R piensa que Se comparan y lo comparan a uno y esto siempre produce un agravio. Siempre hay alguien a quien le es arrancado un pedazo de sí mismo, sea lo que sea que haya hecho. Uno está obligado a disfrutar del sacrificio y de su seriedad. Y cuando se refugia en su cuarto o en sí mismo o en ideas raras, de las que llaman exaltadas o de poco sentido común, la cosa es peor todavía. También recuerda no haber hablado abiertamente de ello con nadie. Recuerda haberlo evitado de manera consciente. Pero ahí esta, la imposición del más fuerte. No importa que se trate de una profesión liberal1, en las que en teoría no existe la subordinación. Definitivamente los jefes que van de izquierdosos son aún peores. Un facha quiere mandar porque le gusta ser subyugado a su vez, pero no oculta su visión vertical de las cosas. Hay un orden claro del cual no cabe hacerse ninguna pregunta y al que hay que atenerse. Punto final. A Mario siempre le gustó armar discursos sobre grandes proyectos humanistas. Cuando comenta las noticias del día sobre la corrupción suelta espumarajos por la boca. Y por supuesto te llama por el nombre de pila. Es muy posible que hasta crea en esa cercanía, pero un poco a la manera en la que un niño cree en los reyes magos. Por otro lado, el negocio es lo que es y el balance de cuentas de una frialdad clara como el hielo. Pero ese juego de casar el capitalismo con el humanismo tiene un nombre bien concreto. Se llama manipulación y la tensión a la que te somete solo lleva a la esquizofrenía propia de intentar sostener al mismo tiempo dos ideas contrarias. A la ira porque el estado de cosas no sea el que uno desea. A la frustración, que necesita una cabeza degollada. Si además tu sueldo de jefe tiene dos o tres cifras más que el mío, que te jodan hijo de puta y adiós.
R salió por la puerta en el mismo silencio en el que estaba. Lo cierto es que nadie intentó detenerlo, ni si quiera Mario. Quizá porque había algo de verdad en aquella forma de marcharse. En la calle ya era de noche y hacía frío. Aquella era la primera gran muerte en su vida y el mundo seguía ahí fuera, los coches, las farolas, el gentío atareado, sin hacer otra cosa en especial más que funcionar, funcionar sin él, sin su prima y sin la muerte de su abuela. Sin la mayoría de ellos en realidad. Funcionaba muy bien y pronto dejaría atrás a esa mayoría sin decisión. Un camión lo había embestido y R. aún volaba por los aires.
* * *
Carlos tampoco se molestó en llamar a lo largo de aquellos días. Aunque yo me había desecho de mi móvil, en el piso aún había un fijo y si él de verdad hubiera sentido la necesidad de ponerse en contacto conmigo, habría probado con él tras comprobar que mi número no daba señal. Y el caso es que yo no salí en ningún momento ni el teléfono sonó. Por supuesto no señalo con ello culpa alguna. Pero al fin la nevera se vació, salvo por una bandeja de coles de bruselas; en la etiqueta el dibujo de un niño sonreía y se relamía de gusto. Las coles de bruselas siempre me repugnaron pero aquello, además, era una señal. Ya estaba. No me quedaba nada más por hacer. Tomé del armario una gran bolsa de deporte, metí cuatro cosas y me fuí. Supongo que contado así parece raro. A mí me pareció todo muy sencillo, y de nuevo, la pregunta en todo caso no sería por qué si no para qué.
Ya en la calle pensé que podía dormir en un cajero pero me pareció demasiado simbólico y opté por colarme en un parking cercano que sabía que cerraba durante la noche. Reconozco que no fue una gran idea. Ni si quiera llevaba un saco de dormir pero bueno, es que yo de aquellas aún estaba muy verde. Al día siguiente, entumecido, me dediqué a caminar sin rumbo. Todavía no olía mal y la barba no me había crecido así que nadie sospechó de mí en el centro comercial dentro del cual me refugié buscando calor. Me sentía volar entre las luces y los escaparates, el tumulto. Observaba los enormes carteles que anunciaban los descuentos de las rebajas como si fueran los últimos diamantes del mundo. Las minifaldas de los maniquíes de las tiendas de ropa se me antojaron alfabetos secretos. Los locales de comida chatarra repletos de familias y parejas y grupos de adolescentes, eucaristías.
Aquello fue solo un pequeño inicio pero debo decir que la sensación de nulidad que siempre se había apoderado de mí de manera usual cada vez que yo contemplaba el espectáculo de los engranajes de la sociedad funcionando, se debía mucho a la propia influencia de la misma. Un poco de amabilidad, de aliento, de permitirle a uno un camino propio no estaría de más. Nunca había creído en la culpa ni que cerrarle las puertas a uno fuese necesariamente un castigo. Supongo que es solo la forma natural y quizás la única que el mundo tiene de guiarte por otro lado y a su manera. Y es cierto que cuando uno desfila como un buen soldadito de madera saludando al palco puede contar de seguro con una mano amable en el hombro, una palabra de coraje al oído, una sonrisa picante y dadivosa antes de que anochezca. Calor. Pero también es tremendamente significativo que eso suceda solo con las cosas que también le afectan al mundo. Esa parte interesada siempre me produjo un poco de ruído. ¿Para qué, entonces, el derroche y la generosidad? Adelante tigre, tú puedes. Con perseverancia se logra todo, campeón. Hoy es el primer día del resto de tu vida y esa persona tan especial como tú te espera justo ahí al lado. Recuerda lo que vales. Si eres de derechas, me vale, si eres de izquierdas, me vale. Si eres español o francés o nigeriano o argentino, me vale. Si eres hombre o mujer, hetero, homo, trans,bi, me vale. Blanco, negro, amarillo, cristiano, musulmán, budista. Siéntate a comer aquí, entre nosotros, mucha carne por poco dinero. ¿Es que no te gusta la moto que te he comprado?
No me sirven los estímulos que me llegan cuando no se trata de mí en primer término.
Por lo demás era bonito el centro comercial. Paseándo por él me figuré que iba sentado dentro de una barquita enclenque y voluble sobre la corriente de un río gigantesco. Me abrazaba las rodillas y miraba pasar bajo la superficie transparente las sombras pardas de cuerpos escurridizos. Eso era todo lo que podía hacer, y a veces las sombras pasaban con rapidez y otras se detenían a husmear entre el fondo de guijarros en un poderoso esfuerzo de sus cuerpos contra la corriente. Luego seguían su camino por delante de mí o por detrás. Y me decía Oh, ah, ay, los gozos y las sombras y la fortaleza de la resurrección. No sé decir nada más pero estoy enamorado. ¡Mucho amor, mucho!
En suma, estaba un poco fuera de mí.
Me gustó.
Sí.
Incidente 3
R solo conserva un recuerdo directo y nítido de su infancia. Fue una noche. Lloriqueaba por algo, por nada, porque era un niño. Su padre no lo soportó más. Tal vez tuvo un mal día, tal vez R estuvo llorando demasiado tiempo. Como sea, se hartó, entró en la habitación, lo arrancó de la cama y lo encerró en el balcón durante un rato, bajo una fina llovizna, en camisa y solo. Algo se rompió dentro de él, sin remedio y para siempre y años después se sentó a escribir un cuento.