EL HOMBRE INTERMITENTE
- Javier Asensio

- 28 ago
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 5 sept
Un episodio
Tuve una buena infancia de modo que casi cualquier frase que quiera escribir y que empiece por Cuando era pequeño u otras variantes del tipo En el pueblo de mis abuelos o Había un parque cerca de mi casa, si soy honesto, me llevará a un lugar agradable, con toda probabilidad bien iluminado, no silencioso pero sí tranquilo, y cálido, a un buen lugar, en suma.
Ese lugar genérico, que no quiero definir ahora mismo, es, por supuesto, un momento, y lo llevo encima desde siempre. Me di cuenta de ello hace unos años al alegrarme estúpidamente porque para llegar a un trabajo que me había salido necesitaba hacer un desplazamiento de casi dos horas. Ida y vuelta significaba casi cuatro. Me pareció bien porque tendría tiempo, me dije en aquella ocasión, para leer o dibujar en el cuadernito o mirar por la ventanilla del autobús, que es una cosa muy romántica y meditativa y realmente relajante. Supongo que el optimismo puede volvernos imbéciles perfectos. O la fe. Llámalo como quieras, la esperanza y su alegría de disponer de fragmentos de tiempo en los que te proyectas dedicándote a ti mismo en lugar de a cualquier posible obligación, demanda o impertinencia. Dedicándote a un novelesco placer sin compromiso particular alguno —leer un libro también es como mirar por la ventanilla del autobús. Se diga lo que se diga, leer funciona, está comprobado.
Por ahí surgió la idea de un hombre intermitente, el sujeto que, en una sociedad que ha convertido el tiempo en capital líquido y la libertad en ocio precario, emerge cuando la abrumante secuencia de exigencias y ocupaciones que lo llenan a uno y a sus días se interrumpe: en la espera, en el desplazamiento, en el ocio robado. Alguien para quien el único resquicio que le queda para ejercer la humanidad —para "ser humano"— es el breve intersticio del vagón de metro, del trayecto entre el trabajo y la casa, de los minutos robados al insomnio. Alguien de los márgenes, no incompleto sino más bien constantemente interrumpido, y sin embargo —precisamente por eso— capaz de pequeños instantes de libertad lúcida.
Si me pusiera pedante diría que la subjetividad no es un río: es un goteo.
Es obvio que “pedante” no significa bonito. La verdad es que yo me tenía que pegar una paliza para ir al trabajo, a bordo de metros, autobuses y cercanías atestados de pobres diablos como yo mismo, sudorosos, cansados y superados por completo por el asombro de ver nuestras vidas convertidas en eso.
Y recuerdo también otro trabajo que tuve, de características similares, que me obligaba a tomar un autobús tempranísimo que me llevaba a la sierra noroeste de Madriz. En aquel bus, casi vacío por las horas, los únicos pasajeros eran inmigrantes racializados y de renta baja —posiblemente personal de servicio, limpiadoras, jardineros, etc—, y un grupo muy alegre de discapacitados que llevaban a una fábrica. “El autobús estructural”, solía llamarlo yo, en una broma un poco pesada con la que yo me aliviaba dignamente y de la que sospecho que nadie más entendía.
El paisaje al amanecer era bellísimo, eso sí. En cierto tramo la curva de la carretera se abría a un mar de pinos, un mar verde casi negro, y el sol salía justo sobre él; y todas aquellas pobres almas desdichadas que íbamos en el autobus estructural, interrumpíamos lo que fuera, el móvil generalmente, y mirábamos por las ventanillas, todos puestos de acuerdo en silencio.
Por aquí me acuerdo ahora de Hanna Arendt quien nos decía que la acción política es el espacio donde el hombre se constituye como tal frente a la pura vida biológica. A fin de cuentas ser sujeto, ser autor, ser libre, ser amigo —ser humano—, requiere suspender la maquinaria de determinaciones, biológicas y culturales. No negarlas de forma ingenua, sino, y me pregunto si es posible, demorarse ante ellas para , entre todos, examinarlas, descomponerlas y, en el mejor de los casos, transfigurarlas. Esto exige tiempo, claro está.
¿Y en qué lugar nos deja esto hoy en día, cuando el tiempo de la acción ha sido absorbido por la administración de la supervivencia? Porque la realidad es que ni en la constitución de tu país ni en ningún código legal del mundo figura esta ley sencilla: prohibido que la gente muera de hambre.

Hannah Arendt fumaba y sonreía, no es poco Al hombre intermitente entonces lo imagino así: alguien que resiste la total administración de su vida robando instantes no programados. Leer, escribir, bailar, plantar tulipanes bajo la lluvia; demorarse: formas de crear pequeñas zonas francas de existencia. Pequeñas herejías temporales. Este hombre intermitente no es una fantasía ni una excentricidad, no es un doble oscuro ni una venganza ni nada que pueda asemejarse a otra cosa. No es tampoco una propuesta sino más bien un hecho. Lo imagino, en fin, un poco como un odradek, eso ahí de lo que no se puede decir ni qué es ni para qué está pero que sin duda alguna está completo.
Llegados a este punto podría incurrir en un manifiesto:
No somos libres, pero tenemos interrupciones.
No somos constantes, pero tenemos chispazos.
No disponemos de todo el tiempo pero sí disponemos del arte de habitar el tiempo robado.
El hombre intermitente no persigue la plenitud: se contenta con los intervalos. Es un margen de maniobra suficiente y un goteo persistente hasta hacer de ese margen un auténtico hueco.
En realidad ese hueco es también para caerse por él.
En un mundo de ocupación total, la intermitencia es la forma mínima de resistencia.
Ser es demorarse.
Podría hacerlo pero la verdad es que me parece una chorrada. Lo cual me deja en una posición incómoda, la de tener que redactar ahora un manifiesto contra todos los manifiestos. Cosa que, obviamente, no voy a hacer.
El metro avanza entre Congosto y Puente de Vallecas. En la ventanilla hay un túnel, hay un fogonazo de luz, hay caras y cuerpos que son eso, reflejos de otras cosas, no exactamente personas. Podrían ser cartones mojados o tal vez animales fantásticos que ocultan o muestran los dientes.
Ella mira su reflejo mezclado al de este paisaje subterráneo. No está en la reunión que dejó ni en la cita a la que va. Ahora mismo nadie la necesita. Ahora mismo es, simplemente, alguien sin tarea.
Piensa en un libro que no terminará, en una conversación que postergará, en una frase que tal vez podría escribir, pero solo tal vez.
El vagón se detiene. Las puertas se abren y el bullicio se pone en marcha de nuevo. Pues sí, la están amaestrando. Eso piensa, o más bien es lo que se dice, aunque sin mucho énfasis. Luego las puertas se cierran y comienza el siguiente tramo.
…..

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