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El hombre intermitente

El culto sin redención

  • Foto del escritor: Javier Asensio
    Javier Asensio
  • 31 ago
  • 3 Min. de lectura

"El capitalismo es una religión dedicada puramente al culto. No se dirige hacia la expiación de la culpa sino hacia su perpetuación." 

Walter Benjamin


Walter Benjamin describió al capitalismo como una religión sin dogma ni teología, una fe que se sostiene únicamente en el culto. Lo describió como un culto sin redención.


¿Por qué una religión? Porque se nos presenta como una visión completa del sentido del mundo.


¿Por qué únicamente culto? Porque en realidad no ofrece explicación alguna de nada sino una serie de instrucciones sobre los procesos a seguir a la hora de hacer las cosas. Un recetario de hábitos que diciéndonos el cómo es esto parecen responder al qué es esto.


Cabe argumentar que de la misma manera que el gazpacho no es su receta ni sus ingredientes, aunque los incluimos cuando explicamos qué es el gazpacho, un coche tampoco es su forma de producirlo. Ni una sociedad es su forma de producir bienes. Ni una persona es su forma de conseguir bienes.


El cómo nunca sustituye al qué.


Los hábitos no son el significado de una vida. 


El culto no es el sentido de una visión.



 Walter Benjamin dijo que El capitalismo es un culto sin redención.
W. Benjamin | Leo Baeck Institute

¿Pero qué es eso del capitalismo como culto sin redención? ¿De qué culto en concreto hablaba Benjamin? El de la producción, la deuda y la culpa que nunca terminan. Porque en el capitalismo no hay día de descanso y por lo tanto, no hay salvación. Solo una liturgia interminable que se alimenta de nuestro tiempo, de nuestra atención y de nuestra identidad.


¿Puede ser peor? Sí. Porque ya no es que se demande nuestro tiempo, que el trabajo en el capitalismo sea una suma de horas y minutos, individuales o sociales. Una suma de estudios y experiencia ganada que cristaliza en un valor actual, o una suma de esfuerzo, individual o colectivo, que también se valora desde el resultado presente. En el capitalismo lo que se pide es fe. Es decir, tiempo futuro. No basta solo con todo lo que fuiste e hiciste más todo lo que ahora eres y haces sino que se pide también todo lo que podrías ser o hacer. Igual que una hipoteca determina adónde va a ir a parar tu salario antes incluso de que lo tengas, la fe del capitalismo pide tu proyección y la de la sociedad. Lo que en la práctica es rescindir de antemano lo que todavía no existe. Derogar todas las posibilades futuras. La clausura del tiempo antes del tiempo.


La oficina contemporánea es un buen ejemplo de ese culto cuyas formas son bien conocidas: reuniones sin fin, objetivos que se multiplican en cuanto se cumplen, jerarquías que funcionan como sacerdocios invisibles. Pero lo mismo puede aplicarse al trabajo de camarero, o de enfermero, o de profesor o de peón de obra. La fe no solo se mide en horas extra: la productividad es el sacrificio constante de la vida personal por un objetivo dado de antemano y del que tú no has tomado parte.


Así, el trabajo asalariado moderno nos exige una devoción total, como si fuera una liturgia infinita. Las metas nunca se acaban. Si logras un objetivo, inmediatamente aparece el siguiente. Y si no lo logras, te invade la culpa, esa culpa permanente de no ser suficiente, de no rendir, de no estar a la altura. Exactamente el “culto sin redención” del que hablaba Benjamin hace un siglo.


Porque lo más inquietante es que el sistema no necesita ya imponernos sus dogmas desde fuera: nosotros mismos los hemos interiorizado. Y así, poco a poco, nuestra identidad se diluye en la maquinaria. Ya no sabemos muy bien quiénes somos fuera de los números, los plazos y la agenda del móvil.


Y es que no trabajamos solo para vivir; trabajamos para cumplir con un culto que no permite descanso. No hay domingos. No hay pausas. Todo es actualización: formación continua, mejora de productividad, otro post, visibilidad, marca personal.




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