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El hombre intermitente

A veces hay cebras

  • Foto del escritor: Javier Asensio
    Javier Asensio
  • 22 sept
  • 3 Min. de lectura

No quise seguir el camino que mis padres eligieron para mí y por eso dejaron de ayudarme. Mi madre decía que el colmado era un buen sitio para ver crecer las cosas pero yo nunca vi crecer nada allí, excepto la sombra de mi padre y unos garbanzos en bote que se inflaban con la humedad, con los días y dios sabe con qué más pero se inflaban hasta aplastarse contra el vidrio del tarro. El resto siempre me pareció una espera de sala de dentista y horas como un montoncito de céntimos en un cenicero.


Me gustaban los animales. Eso no era ningún secreto. Ya de niño adquirí la costumbre de hablar con los caracoles, no para decirles yo cosas importantes sino para que ellos me participaran de su lentitud. Por eso quise estudiar veterinaria. Creía que así podría devolver algo de lo que había recibido en silencio. Bueno, también vi en la televisión que existía ese trabajo y me impresionó mucho. Me impresionó que hubiera otro mundo.


Pero como no tenía apoyo tuve que trabajar para pagarme los estudios. Primero en una cadena de cafeterías donde el café olía a detergente. Luego, como auxiliar de almacén en una empresa de logística. Después empecé con las ordeñadoras automáticas, de comercial. Tenía que hacer desplazamientos a granjas que no estaban muy mal pagados, sólo una vez al mes al principio. Luego cada semana. Luego varias veces por semana. Luego siempre. Las ciudades se volvieron etiquetas y yo me convertí en alguien que deshace maletas con una sola mano. Presumí de ello en redes.


La carrera quedó atrás. No fue una decisión. Fue una acumulación. Como una pecera sucia.

Ahora me dedico por completo a este trabajo. No sé si gano mucho o poco pero tampoco creo que esas cosas tengan nada que ver con el conocimiento. Duermo y como caliente, ahorro bastante porque no compro cosas porque no tengo un lugar donde dejarlas. Y lo cierto es que me he acostumbrado a no desear nada en especial, salvo quizás por mi único gasto fijo, las visitas a los zoológicos, lo único que hago con la misma constancia que trabajar.


Los busco apenas llego a una ciudad. Me gustan los de mediano tamaño, con carteles algo descoloridos y olor a feria vieja. Me siento frente a las jaulas. Miro mucho. No anoto nada. A veces llevo comida escondida —pan de molde, zanahorias pequeñas, cáscaras de melón— y se las doy a los animales cuando los vigilantes no me ven.


Una vez un hipopótamo me miró como si me conociera. Le eché un hielo de limón. No sé qué es un hielo de limón pero así ha sido escrito, así que debió de ser verdad.


Otras veces sólo me siento. Me gusta observar a los niños también, sobre todo cuando están cansados y dejan de correr. Me imagino cómo sería lanzar uno de ellos al foso de los monos. No por maldad sino por ver qué harían los monos. Si lo acogerían. Si lo alzarían como en una película, para coronarlo o burlarse de él o hacerlo pedazos. Si aprendería a chillar, gruñir y jadear como ellos. Si le crecería pelo.


No lo haría de verdad. Es solo imaginación. Hay gente que colecciona sellos. Yo imagino cosas.


A veces hay cebras.


En ciertos zoológicos, las cebras parecen tristes. No me gusta eso. Entonces compro un algodón de azúcar y lo dejo caer junto a su cerca, como si alguien hubiera estado allí hace un segundo y se hubiera esfumado.


Y me voy;

y no vuelvo.



 

Una cebra come algodón de azúcar

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