La perseguida
- Javier Asensio

- 28 oct
- 3 Min. de lectura

Estimado señor, deje que lo invite a una copa, en este tugurio las confidencias se pagan con alcohol. No tema, no tengo intención de seducirlo. Mucho menos de venderle nada. Hace años que dejé de vender lo poco que tenía, que tuve alguna vez, mi nombre, y que fue lo que me hizo famosa.
¿Le suena el periodismo? No el oficio, sino la enfermedad. Yo empecé escribiendo notas de sociedad. Hay varias bromas al respecto, suciedad, sobriedad. “Bodas, bautizos y entierros”, decíamos nosotros en la redacción. Tres formas estupendas de estar presente en el mundo siendo el centro de todo sin ser nada al fin y al cabo. Es un buen número, el tres. Introducción, nudo y desenlace. Aramis, Athos y Porthos. Los tres patitos, los tres cerditos. El cinturón de Orión tiene tres estrellas visibles. ¿Sabe quién fue la primera persona que llamó “zorra” al éxito? Quien comprendió que esa palabra solo se entendía con un adjetivo al lado. Bueno, tampoco descubrió el mediterráneo, solo una manera elegante de fracasar. Lo digo con admiración.
Yo publicaba mis crónicas, al principio ni siquiera llevaban mi nombre. Era la becaria, sin más; me contrataron porque tenía buen culo. Lo sé porque se lo escuché a compañeros, jefecillos y capitostes las suficientes veces como para dejar de ponerme algunos pantalones y preocuparme de comprar ropa más, bueno, más otra, no yo. Pero una mañana amanecí famosa. Fue un accidente, como casi todo lo que importa. Esa vez se quedaron en silencio, desconcertados. ¿Qué podían hacer? Me ofrecieron presentar las noticias. Ni lo vi venir.
Al principio la fama fue entusiasta y llena de expectativas, un poco loca y aventurera pero amable. Agasajante, me escuchaba con atención. Me traía flores, me presentaba a políticos y me invitaba a cenas donde el vino sabía a mentira de la buena, de la que acaba por ser real. Pero un día su tono cambió. Empezó a hacer comentarios y observaciones demandantes, a seguirme por la calle, a entrar en mi casa sin permiso, a mirarme dormir, llorar. Así que me mudé.
Crucé el océano. Me teñí el pelo, cambié de nombre y me hice camarera en un bar de puerto. Un trabajo hermoso si se sabe apreciar: recoger vasos, escuchar bravatas, adivinar la cantidad justa de soledad que soporta cada cliente. Por desgracia, al cabo de un mes un turista subió una foto mía sirviendo ginebras. Al cabo de dos, me entrevistaron en un podcast como “la camarera más simpática del mundo”. A los tres, salía de nuevo en televisión con mi delantal azul. Lo irónico, lo increíble, lo aterrador incluso, es que nadie me reconoció. Era una fama nueva. Apareció como un cigarrillo roto del que te habías olvidado, al fondo del paquete, igual de estúpido, igual de pertinaz.
Dejé el trabajo, claro. Volví a empezar. Me hice pastora en un pueblo de montaña. “La influencer de las ovejas”. Google noticias. Divertido, ¿no? Me marché de nuevo e intenté ser nadie en una fábrica. Pero un compañero me grabó bailando en la pausa del almuerzo. Ocho millones de reproducciones. Fui recepcionista en un motel, profesora de piano para niños sordos, cuidadora de perros jubilados, dependienta en una tienda de fajas. Siempre lo mismo: alguien escribía sobre mí y yo volvía a brillar como el recuerdo de una enfermedad infantil.
No se imagina la cantidad de nombres que puede llegar a tener una persona. Ni cuántas veces puede renunciar a sí misma sin desaparecer.
Hasta que un día me planté. Si la fama me perseguía como las furias, lo mejor sería lanzarle otro hueso. Un sustituto. Así que busqué un hombre cualquiera, alguien sin brillo, sin historia, un alma deshabitada, y decidí que me matara. No por odio ni por drama. Por equilibrio, pensé. “Que se quede él con todo”, pensé. “Estoy cansada”, pensé. “Quiero dormir”.
Esta noche es la noche. Dentro de una hora tengo un duelo con él, en el patio de atrás del bar. A espadín, sí. Como en las novelas de Conrad y de Stevenson, las de antes de que todo se hiciera digital y sin sangre. Si él gana, será famoso por matarme. Si pierdo, también. En cualquier caso, yo ganaré por fin mi anonimato.
Así que beba conmigo, señor. Brindemos por los nombres que dejamos atrás, y por los que vendrán a buscarnos cuando ya no estemos.
Yo invito, tranquilo. No voy a necesitar dinero donde voy.



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