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El hombre intermitente

Las sombras corrían por la hierba

  • Foto del escritor: Javier Asensio
    Javier Asensio
  • 12 oct
  • 4 Min. de lectura


Tengo un recuerdo. Yo bajando al parque cercano a la casa de mis padres, a sentarme bajo un árbol para escribir. Poesía, ojo. Porque eso escribía yo entonces, versos. Y en el momento de esta confesión había estado semanas trabajando en un poema. Con cuidado, con cariño, con devoción (y obsesión y rudeza y salivazos).


Deja que te lo diga otra vez: semanas. No días , no tardes, no. Semanas.


“De verdad que había un parque. Hacía frío y aunque en esta ciudad ya nunca nieva, la tierra, las ramas, los colores, todo estaba rígido, escarchado. Y si preguntabas algo, un círculo de grajos era toda la respuesta”.

¿El problema? Bueno, las sombras corrían por la hierba pero “hierba” rompía la métrica interna, desentonaba con los versos anteriores. Era una cuestión de relaciones, de composición, de estructura. “Césped”, en cambio, encajaba en el valor tonal del poema y además era más exacto porque en el parque, de hecho, yo veía césped y no hierba. ¿Entonces?


El césped está podado y la hierba no; y yo no quería jardines podados, ni en mis poemas ni en mi vida. Ese era el dilema.


Qué quería, no me lo preguntes porque yo de esas cosas no sé, solo soy un hombre con sobrepeso y que se afeita poco y mal -no en aquel entonces, claro, que de aquellas era yo buen mancebo, joven y galán barbilampiño, bien pronto a todo. Aunque de la vida sabía lo mismo que ahora, nada y menos.


Excepto una cosa: no-me-des-par-ques.


Demasiado burgués me parecería, supongo yo. Y así me se llevaban los demonios con este problema tremendo. Días enteros, lo juro, intentando decidir qué coño escribir, ¿hierba o césped?


“Un amigo de mi abuelo, quién fue operado varias veces de terribles cataratas y a quien cómo secuela el trauma quirúrgico le dejó episodios de alucinaciones tremendas, me confío una vez que en la guerra le tocó dar un paseíllo a un fascista y que solo por la culpa y el dolor fue que cortejó después a la viuda, con quien se casó y tuvo hijos. Me lo contó en el parque una tarde de verano mientras mi abuelo mezclaba en silencio las fichas del dominó”.

Vale, era joven, adolescente virgen, sin proyecto de futuro ni de presente, tenía miedo de todo, fumaba a escondidas y me hacía pajas furiosas. También era feliz. Muy triste y desgraciado, por supuesto, roto, sin saber cómo ni desde cuándo ni por qué o si quiera en qué exactamente, pero definitivamente roto; y feliz.


Por fortuna me marché de allí.


Y una tarde de invierno, de esas en las que ves con claridad que las farolas se están encendiendo demasiado temprano porque el sol se ha ido demasiado rápido y eso es el invierno y, coño, hace frío, bajando la calle de camino a un mandado, sin venir a cuento de nada me dije, pero qué puñeta importará si césped o hierba. ¿Qué haces, Javier? Me dije, ¿qué haces? ¿A qué tanto rollo con la hierba y el césped?


¿Qué significa todo esto?


-Sí, Javier, ¿de qué estás hablando?

-Sí, eso, ¿no será otra de tus famosas turras al pedo?

-¡Callad, cerdos! (chasquea el látigo y los fustiga) ¿O no es acaso esta mi película? ¡Buscad pues la trama en los basureros de otro, zorras pacatas! (ruge al fondo el parque con un fuerte olor a metal y lluvia, a queroseno).


La verdad es que del poema no me acuerdo y solamente creo que al final me decidí por el sustantivo “hierba”. Y digo sustantivo porque fue en aquella calle y a esa hora crepuscular y fría de camino a un mandado, que me di cuenta por segunda vez en mi vida de que toda aquella lucha era con las palabras, no con las cosas, y que por lo tanto el combate se jugaba en otro terreno y con otras reglas, muy extrañas, muy diferentes incluso de la misma definición de “regla”.


No supuso alivio alguno, en todo caso, aquella resolución. No fue un descubrimiento ni la forja de un plan. No hubo revelación , no hubo victoria, no hubo ni nadie ni na, tan solo una ligera voluntad, igual que la corriente de aire que se filtra por la ventana mal cerrada.


Por lo demás, el parque sigue ahí, como una corriente de aire también o cualquier otra cosa en la vida, el silbido de esa corriente, un silbido casi secreto, como el de las palabras que nos importan, bueno, cualquier otra cosa, nada más que eso, sí, la vida.


“En el camino que sube de la fuente, una madre se ha detenido de golpe sin que hubiera pasado nada. Se ha llevado la mano a la boca, se ha dado la vuelta y ha desaparecido corriendo camino abajo y luego entre los arbustos, dejando atrás el cochecito de bebé y a una niña rubita que, al encontrarse sola, comenzó a entretenerse con las hormigas de la linde, las empujaba con el dedo, intentaba llevárselas a la boca”.

Le jardin des dèlites, Bruno Mallard

Le jardin des dèlites, Bruno Mallard

 
 
 

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